Naufragio

 



Altagracia, entumida dentro del barril, mira por el diminuto agujero entre las tablas. Tres pares de calzas blancas y un par de leontinas se detienen frente a ella.

Los cuatro hombres luchan por mantener el equilibrio. Forcejean. Se tambalean. Uno de ellos levanta una carabina. Otro desenfunda un puñal.

̶̶ ¡Esto es Motín, señor Urquiza! Lo colgarán si no libera al capitán. -dice con voz enérgica el de las leontinas.

̶Nadie jugará con la vida de mis hombres, Contramaestre. -grita el que empuña la carabina, tratando de que la voz sobrepase el estruendo de las olas golpeando el barco.

̶ ¡También son mis hombres, Urquiza! -dice mientras intenta zafarse de otro hombre que le pica las costillas con el puñal.

- Entonces ayúdelos a llegar a puerto- recarga el cañón del arma contra el estómago del contramaestre- necesitamos llegar a Campeche. Usted sabe que esta embarcación nunca llegará a La Habana. El Galeón hace aguas desde que salimos del puerto.

̶ Las órdenes del Capitán son claras: Llegar a La Habana sin demora. El Rey no puede perder otra flota.

̶ No con este Norte. Ni todo el honor ni todo el oro del reino hará que sacrifique estas almas.  Está con nosotros o contra nosotros, usted decide. -aprieta aún más el cañón del arma.

̶ Lo colgarán, Urquiza

Suena un golpe seco. El hombre de las leontinas se desvanece. Cae de bruces frente al agujero del barril. Levanta la cabeza y su mirada se topa con un ojo que lo mira.

̶- Soltaremos lastre -grita Urquiza a los dos hombres que permanecen a su lado haciendo un esfuerzo para no caer ante los movimientos de la embarcación. – Avelino, José, lancen estos barriles por la borda, luego los cofres de la grana cochinilla- ordena.

El ojo dentro del barril se abre suplicante. El contramaestre mira, comprende. Levanta la cabeza, pero un puntapié lo devuelve al piso inconsciente.

Los hombres lo arrastran de las piernas para quitarlo del paso. Dentro del pañol de contramaestre, reina la oscuridad. Hoy, no hay luna ni atisbo de claridad que se cuele por la escotilla. El agua que entra a borbotones por las tablas rotas de la cubierta principal disipa el olor a vómito y orines. Sobre el piso nadan cucarachas, ratas muertas, cabos y herramientas. El contenido de los jardines se cuela por las hendiduras. Los barriles chocan unos contra otros. Las cuadernas crujen como si de un momento a otro el galeón fuera a resquebrajarse sobre el océano. Se escuchan los gritos de los marineros intentando correr el temporal, los rezos de los nobles aferrados a las burdas para no ser lanzados al océano. El cielo truena. Las olas estallan a babor y estribor. La lluvia taladra el piso de la cubierta principal. Los huesos crujen aporreados contra tablas, barriles y herramientas. Los dientes castañetean de miedo y frío. Imposible escuchar los pensamientos.

Altagracia golpea con fuerza la tapa del barril, no puede abrirla, algo pesado se lo impide, quizá otros barriles o alguna cuaderna reventada. Tiene las piernas entumidas y el Jesús en la boca desde que comenzó el mal tiempo. Ánimas benditas del purgatorio, que acabe pronto. Cierra los ojos. Palpa su propio vómito sobre las rodillas. Escucha a los hombres acercarse. Grita, pero las palabras parecen ensordecidas por el eco de los vientos, por las olas que feroces azotan la carcaza del galeón, tan indefenso, tan nimio, sólo Dios en su infinita misericordia podría apiadarse de sus almas.

Los hombres se acercan. Toman el barril entre los dos. Luchan por no perder el equilibrio en la cubierta principal. Lo dejan caer sobre la madera mojada. Se detienen con una mano de la barandilla y con un pie lo lanzan por la borda.

Altagracia da vueltas dentro del barril. ¿En qué momento volvió al baile? Entonces dio vueltas de la mano de Anselmo, su primo, su confidente durante los años de escuela. Dejó de verlo a los 12 años, cuando a él lo mandaron a estudiar a Sevilla y ella tuvo que quedarse en Veracruz, estudiando con las monjas de la Santísima Trinidad. Durante un tiempo se mantuvieron en contacto por carta, después, la vida se les complicó. Aquella noche, la de sus esponsales, él apareció radiante, con la misma sonrisa pícara que ella recordaba. ¿Cómo no iba a bailar con él? Hubiera querido dedicarle todos y cada uno de los bailes de la noche. Le platicó que su futuro marido era un viejo, que se iría a vivir a Cartagena y eso ayudaría a levantar el emporio comercial de su padre. Él, le contó de los hermosa que era Cartagena de Indias, con sus casas amarillas, sus balcones, las mulatas con sus cestas de frutas sobre la cabeza. Dieron vueltas y vueltas y vueltas…

La sal le quema la garganta. Mueve los brazos. Mueve las piernas. Aspira profundo antes de ser devorada nuevamente por el océano. La ropa se le pega al cuerpo. Los brazos no responden. Algo la golpea en la cabeza. El océano se traga sus gritos, el movimiento de sus brazos, la vida que le queda. Un remolino la envuelve. Traga agua. De pronto, el cielo, el aire. Mueve los brazos. Aspira profundo. Por fin, un barril intacto. Se aferra a él mientras observa al galeón dando tumbos a la distancia, arrastrado por el viento del Norte.

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