El gusto
¡Tenemos que hacer lo que nos
gusta! Él lo dijo con tal convicción, que a ella no le quedó más remedio que
imaginar el gusto. Lo sintió de nuevo
como una necesidad impostergable. Poco a poco le salió de las entrañas y le
inundó el pecho. La lengua se le llenó de saliva, fue entonces que lo recordó…
Recordó que antes, no había querido ser escritora, tampoco había pensado en las
historias como lo hacía ahora, enfocada en el método, en la progresión
narrativa, en los plot points, las metas y motivaciones. Antes, sólo era el
gusto lo que la movía a hacer y deshacer, a pasar la tarde sentada en el
escritorio. Después, la convencieron de que lo que hacía era escribir y estaba
bien, porque escribir se podía convertir en una profesión, además de un Hobbie.
Su padre le enseñó las vidas de escritores
famosos y ella, por cuenta propia, descubrió que también hubo mujeres
brillantes que dijeron cosas y fueron publicadas. No tantas, no tan nombradas, pero
las hubo. Ella las fue descubriendo una a una. También le dijeron que escribir
era un buen propósito, pero era necesario saber qué decir. Así, le fue
perdiendo el gusto a las palabras. Bueno.. no sé bien si a las palabras, porque
a ella las palabras siempre le parecieron vacías, manchas de tinta, lo interesante
estaba detrás, en otra parte.
Nadie entendió entonces, porque
ella tampoco lo sabía, que no se sentaba a escribir, pero a falta de
referencias, pronto se convenció de que era escritora. En la adolescencia se le
ocurrió que escribir podría cambiar el mundo, así que quiso ser periodista, dar
voz a los miles de silencios que descubrió detrás de las esquinas de la ciudad, en los
arroyos secos de las montañas, en los caudalosos ríos de las selvas, alrededor
de los fogones, con los críos a la espalda, detrás de las neblinas. Pero el
gusto no volvió.
Una vez escribió un libro, era
una historia que le había ocurrido a ella pero que también era la historia de
muchas, quizá de todas. Escribió artículos que fueron publicados en un
periódico. Alguna vez intentó escribir una obra de teatro. Tuvo su propio blog.
También editó a otros. Después, se
obsesionó con estudiar algo que dotara de sentido lo que decía, que llenara las
letras huecas de palabras vacías pero el gusto no volvió.
Se miró tantos días en el espejo…
cada pregunta sin respuesta se multiplicó hasta el infinito, inundó las
dimensiones cóncavas del universo, de los universos, sus preguntas viajaron
hacia todos los exteriores de su entorno, hacia todos los interiores de sus
entrañas. Atravesaron la piel, los huesos, las cargas cuánticas de tantos
electrones dispersos, quizá buscando el sentido perdido. No había respuesta. Perseguía
el sueño de vivir al fin de la escritura, de ganar dinero con ella, aunque no
fuera mucho. De pasar los días sentada en el escritorio tecleando cosas, cosas
que a la gente le gustaran, cosas por las que algún editor pagara. Pasó el
tiempo, estudió guionismo porque es más fácil que un productor pague. Sí, quizá
ella debía ser escritora de televisión. El gusto no volvió.
La cuarentena llegó sin avisar,
como casi todo lo que le sucedía. Comenzó a presentarse como escritora, además
de guionista y profesora universitaria. ¡Mucho gusto, escritora! y ante la
inminente pregunta, respondía siempre con la verdad: una novela, tres poemarios
y una serie y una saga para adolescentes en busca de editor y productor y la
búsqueda se tornaba eterna y la respuesta esquiva, ya no recordaba el gusto.
Tal vez, sin la cuarentena, sin ese silencio prolongado, sin la reclusión que erosiona
los temas y las anécdotas, él nunca le hubiera dicho que debían hacer lo que
les gusta y ella no habría reparado en la palabra “gusto” y no habría vuelto a
sentir esa cosquilla añeja en la punta de los dedos, ni ese resabio dulzón en
el pecho, ni las ganas irrefrenables de apagarse, de fugarse del mundo acaso
medio instante. Cruzar de nuevo el umbral de lo posible para refugiarse detrás
de las palabras en aquellos mundos que nadie conocía, aquellos cuyas únicas
huellas eran las de sus pies descalzos, llenos de voces, risas, cuentos, cantos
y aventuras transcurridas justo en el verano del siempre en el que fue feliz.
El sabor fresco del gusto añejo, la
hizo descubrir otra verdad, ella nunca fue escritora. Nunca quiso ser escritora.
sí, se sentaba a escribir en una cuaderno cada tarde desde que aprendió a
hacerlo. Lo que ellos no sabían, es que antes que eso se acostó en la alfombra
con crayones y hojas sueltas tamaño carta y antes, se refugió en las noches sin
estrellas y en las voces dulces y cálidas de las mujeres a su lado. No , no
porque llevara dentro de ella la raíz insipiente de una escritora. Hoy lo sabe,
hoy lo descubrió, se lo trajeron sus palabras cálidas, la nostalgia de sus
abrazos, los cientos de silencios que rodean la cuarentena sin sus labios,
fundida en la sombra del recuerdo que poco a poco desaparece bajo el rayo del
miedo.
Ella nunca escribió. Ella cavó
túneles de fuga, pasadizos secretos para huir del mundo. Una moderna condesa de
Malibrán tiñendo barcos a la deriva para embarcar su nostalgia. Tantas veces
trepó sobre sus frases para visitar reinos fantásticos, posibilidades
infinitas. Entonces, no quería hacer de la escritura una forma de vida, ni ser
famosa o publicada. Sólo deseaba que sus palabras fueran un tren silbando a la
distancia, que aminorara la marcha justo al pasar sobre su escritorio, no
mucho, sólo lo suficiente para estirar el brazo sujetándose fuerte del vagón en movimiento.
Aún recuerda la descarga de
adrenalina al rodar dentro del carro vacío, el ruido ensordecedor de las ruedas
sobre los rieles, el viento golpeándole la cara y la fugaz incertidumbre del
destino latiendo en su pecho. Siempre tuvo la certeza de estar en la estación
correcta para viajar pero nunca pudo adivinar los destinos. Aterrizó en parajes
extraordinarios, vivió aventuras, tuvo amigos y amigas, libró batallas,
defendió causas, aprendió de sus errores, fue vitoreada pero también encarcelada,
se equivocó muchas veces y siempre regresó al escritorio del que había partido
con una sonrisa y la boca con sabor a gusto nuevo. No recuerda bien quién le
dijo que era escritora, lo cierto es que cuando pensó en aquello como una
carrera, se le fue el gusto y nunca más pudo encontrar la estación exacta para
abordar de un salto un tren sin rumbo.
No, ella no es una escritora, es una viajera y
hoy, recuerda el olor de la tierra mojada, el soplo del viento, el sutil roce
de las hojas del viejo hule, el ensordecedor estruendo de las ruedas, rítmico,
acompasado, prometedor. Hoy, frente a esta estación, vuelve a estirar la mano y
se trepa como antaño, de nuevo sin rumbo fijo, con la boca y el alma llena del gusto
que de nuevo asalta sus pailas y le recuerda sus tretas de experto polizón
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