Después de la pandemia
La tarde calla ensordecida de
murmullos lejanos. Apenas se escucha el vibrar distante de algún coche, cuyo
conductor desafía la muerte que acecha. Esa muerte que al principio pareció una
pálida sombra más allá del océano, aquella que se nos apareció en las noticias
como un sombrío espasmo, tan acostumbrados como estábamos entonces a mirarla
sin ver realmente. Pero estaba ahí, expectante,
observándonos, burlándose de nuestra frágil comodidad.
Los que podemos, observamos pasar
la vida desde nuestras ventanas, antes de la carestía que vendrá, antes de que
la inminente crisis nos robe la calma. Los más… no pueden esconderse, salen a
trabajar con el miedo tatuado en la sonrisa, más por perder sus trabajos que la
vida, diría Silvio que no es lo mismo, pero es igual. Para ellos la crisis que
viene les llegó hace mucho… Tampoco la vimos, entonces no era nuestra crisis
Ahora que lo recuerdo, pienso que
había señales por todos lados. Signos de que no era el camino correcto, a los
que nos acostumbramos. Un caos que lentamente integramos a nuestra manera de
vivir, como si eso fuera lo normal, como si aquello formara parte de nuestra
naturaleza. Una sentencia irrevocable. El precio a pagar por el libre albedrío
y la razón. Entonces, todas nuestras teorías apuntaban a la idea de que vivir
así, sin pensar en nadie, sin reparar en la mortalidad, sin considerarnos uno
con el entorno, era progresar, ser
civilizado, superior… Nuestra misión en la vida era domesticar, conquistar,
colonizar, explotar el planeta, agotar sus recursos, imponer una cultura, un
idioma, una religión…
Nunca se nos ocurrió, o quizá
sólo a algunos cuantos cuyas voces se apagaron o jamás llegaron a oídos
importantes, que quizá no teníamos ningún propósito o por lo menos, no teníamos
uno diferente al del resto de las especies. Así, nos concebimos superiores y
creímos que nuestros inventos teóricos o prácticos eran la verdad, es decir,
los alienamos de nuestra imaginación y tuvimos la “genial” idea de que la
realidad estaba hecha a imagen y semejanza de nuestra ficción.
Creamos un universo de ficción,
nos narramos una historia paralela a la del mundo que habitamos. Inventamos un
sistema económico y lo responsabilizamos por la desigualdad, la pobreza y el
hambre. Inventamos un sistema político y le atribuimos la creación de leyes
para regular la conducta individual de los miembros de nuestra especie y la de
la especie frente al cosmos. Inventamos primero muchos dioses y luego uno y a
éste le atribuimos la aniquilación, la guerra, la esclavitud, los derechos, el
amor, la esperanza y el propósito de nuestra existencia. Nos inventamos una
naturaleza, una razón de ser, una esencia y una racionalidad y con ellas explicamos
“científicamente” el mundo que hubiésemos querido habitar, uno que no era el
mismo para todos pero desde el cual se construían y jerarquizaban las
realidades, visiones y sentires de los otros y las otras…
¿Cómo habrán de cambiar nuestras
teorías después de la pandemia? ¿Cómo mirarán nuestros ojos el mundo que habitamos
cuando salgamos del encierro?
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