La identidad perdida


Hoy es día de la bandera y no puedo dejar de preguntarme si hay alguien que todavía lo recuerde. Quizá en las primarias oficiales, porque en la escuela de mi hija, hace muchos años que no se celebran los lunes cívicos (ni siquiera se si siguen llamándose así). 

Hice mi primaria en Mexicali a finales de los setenta y principios de los ochenta, entonces lo común en la frontera era que si podías pagarlo, estudiaras en alguna escuela de Estados Unidos, una en la que por supuesto, te amonestaban por hablar español y te metían hasta por los poros el patriotismo gringo, su himno y el amor a su bandera. Todos estaban intrigados ante la negativa de mi papá de incorporarse a esa tradición fronteriza. Mi papá fue tajante, "Ningún hijo o hija mía saludará una bandera que no sea la mexicana", sólo le faltó decir aquello de "sobre mi cadáver" pero nunca tuvimos dudas al respecto. 

Así crecimos mi hermano y yo, haciendo honores a la bandera todos los lunes, por supuesto, con el uniforme de gala, ansiando, en mi caso sin suerte, tener las mejores calificaciones para pertenecer a la escolta y levantando la mano para apuntarnos para cualquier papel en las representaciones especiales como la Revolución, la Independencia, el Aniversario de los Niños Héroes o el día de la Bandera. Los lunes eran días especiales, nos sacaban al patio desde temprano sin importar si era verano y el sol nos freía los sesos, o si por el contrario, estábamos en invierno y no podíamos dejar de temblar o castañetear los dientes. Después de varias pruebas de sonido, jalones de oreja, peinar a la última niña que se le olvidó venir de trenzas y traer corriendo algunas sillas para los papás de los protagonistas de la representación, daba inicio el homenaje.

El himno nacional inundaba el ambiente con sus notas bélicas acompañadas por lo mejor de nuestras voces infantiles. Con solemnidad desfilaba nuestra bandera alrededor del patio acompañada por lo mejor de la patria, sólo los más esforzados estudiantes tenían derecho a estar cerca de ella, a pasearla orgullosos frente a nuestras miradas de envidia. Aprendimos a saludarla con el brazo extendido, el codo muy derecho y  el pulgar oculto bajo la palma. Entonces cantábamos fuerte, como si en ello nos fuera la vida. Nos aprendimos también el juramento a la bandera y, dado que la selección del afortunado que lo dirigía era menos rígida, yo no perdía oportunidad de apuntarme como voluntaria, me sabía frase por frase, trataba siempre de dar la entonación adecuada y esperar el tiempo justo para que mis compañeros repitieran al unísono.

En cuarto de primaria, nos pidieron hacer un poema dedicado a la bandera para ser declamado uno de estos lunes, el mío fue elegido y, aunque no fui yo la que lo recitó, al evento fueron mi mamá, mis tíos y mi papá que rara vez tenía tiempo para festivales escolares. Al final, mi papá me besó y le dijo a mi mamá "lo ves, que estudiaran en México fue la mejor decisión". Claro que yo amaba mi bandera y ser mexicana pero amaba mucho más a mi papá, en ese entonces que él se sintiera orgulloso de mi era lo más importante y él era, como le dije muchos años más tarde, el último auténtico patriota que vería mi país. Era un patriota en los pequeños detalles cotidianos: escuchar la hora nacional, pararse siempre, estuviera donde estuviera, cuando sonaba el himno y por supuesto, hacer que nosotros nos paráramos; pero también en los grandes detalles, en aquellos que trascienden como sus convicciones más profundas, sus decisiones judiciales y sus fallos. 

Yo amaba los lunes cívicos, aún ahora, mientras escribo, mi pecho late como entonces con esa mezcla de orgullo y amor que quizá no vuelvan a sentir otras generaciones. Quizá, es anacrónico, meloso, fuera de lugar y contexto pero... para todos aquellos que alguna vez sintieron el orgullo patriota de un lunes cívico. ¡Feliz día de la bandera!

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