Buenos lectores, mejores seres humanos

El pasado 6 de junio se presentó el programa Nacional de Lectura y Escritura en la Biblioteca Vasconcelos de la Ciudad de México, a la cita, acudieron autoridades de la SEP y Conalculta, editores y organizaciones Civiles que de alguna manera están relacionadas con la promoción de la lectura. El común denominador de las presentaciones de quienes estaban en el panel fue: "tenemos que hacer buenos lectores", inmediatamente pensé: ¿qué significa ser un buen lector? y acto seguido ¿de quién es tarea hacer buenos lectores? ¿cómo se hacen los buenos lectores? y, finalmente ¿para qué hacer buenos lectores?

México, contrario a lo que muchos puedan decir, es un país de intensos esfuerzos gubernamentales por impulsar la lectura. Desde Vasconcelos, el libro constituye la parte medular del discurso educativo, como si fueran la misma cosa, en una simbiosis indisoluble que al menos en nuestro imaginario colectivo se da por sentada, sin libro no hay educación y sin educación no hay libro. Con el Programa Nacional de Lectura y ahora también de Escritura, nos aventuramos a dar el siguiente paso, la escuela no sólo debe promover el libro para educar sino también para entretener, así, las bibliotecas escolares y de aula, se han dotado de hermosos y bien editados ejemplares de la mejor literatura infantil y juvenil, lo cual me atrevo a decir, es un esfuerzo si no único, sí como muy pocos en el mundo. En México hay pocas librerías y Bibliotecas Públicas pero donde hay una escuela primaria, hay buenos libros, es decir, cada rincón del país tiene al menos 100 libros excelentes.

Aún así, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Lectura, los mexicanos leemos menos de 2 libros al año, más alarmante aún, es lo que nos comenta Gabriel Zaid, en México no existe una relación entre escolaridad y lectura, hoy tenemos más licenciados, maestros y doctores que nunca y también, leemos menos en promedio, que en cualquier otra época. Aún así, seguimos con el mismo gastado discurso de lugares comunes: "más dinero para comprar libros para las escuelas, más acervo a las bibliotecas públicas, más campañas publicitarias, precio único para los libros, más dinero a la industria editorial nacional..." No estoy en contra de esto, pero no puedo evitar preguntarme ¿estas políticas públicas fabricarán no sólo más sino mejores lectores? y vuelvo a lo anterior ¿qué define a un lector como bueno? y ¿cómo se hacen los buenos lectores?

No puedo pensar en una serie de características que definan a un lector como mejor que otro, pero cuando pienso en lo que debe ser un lector no viene a mi mente sino el nombre de mi padre, el mejor lector que he conocido, entonces intento recordar ¿por qué era un buen lector? leía muchos libros pero hay muchas personas que leen más. Su lectura no sólo era ese pasar la vista por líneas de tinta devorando páginas, coleccionando lomos bien editados para tapizar las paredes de la sala. Él leía para vivir, hacía de la lectura una experiencia personal y colectiva, una forma de vida que no precisaba ni grandes cantidades de dinero ni vivir en lugares con bibliotecas públicas gigantes. Para él, pensar la vida sin lecturas era imposible. Eso nos enseñó. Desde pequeña escuché que en México no se leía, que  las escuelas no lo promovían, que era muy triste ver a universitarios que no leían sino los libros que les dejaban para hacer trabajos. Jamás lo vi tan enojado, como cuando sus alumnos de la licenciatura en derecho interpusieron una queja contra él en la dirección de la facultad porque les dejó leer 4 libros completos a lo largo del semestre, lo peor es que la directora lo mandó llamar y le pidió que comprendiera que los chicos tenían muchas otras que hacer. Por supuesto, al término de ese semestre renunció.

Para mí, la lectura nunca fue un asunto escolar, era una especie de complicidad secreta dentro de la familia, algo que iba con nosotros a donde quiera que nos mudábamos. Cada cambio de casa, sin importar los kilómetros recorridos, lo primero que se empacaba eran los libros, escogíamos cajas pequeñas y las numerábamos cuidadosamente, eran también lo primero que desempacábamos al llegar al nuevo destino. Al principio, comprábamos unos libreros de metal que armábamos en casa; muchos, muchos años después, pudimos comprarlos de madera y es que los libros eran más importantes que los libreros.

Muchas de las tradiciones familiares giraban en torno a la lectura: todos los años, desde que tengo memoria, mi papá traía una enciclopedia a casa para navidad, mi hermano y yo esperábamos con ansia a que llegara, grande, pesada... nos peléabamos por abrirla en medio de la sala para poder sacar esos libros  tan bonitos, empastados idénticos, con olor a cuero y papel, así llegaron a casa libros tan asombrosos como: El Tesoro de la Juventud, 500 Pueblos, Los Viajes de Costeau, La Enciclopedia Británica y varios diccionarios enciclopédicos. Otra memorable tradición era la sobremesa: mi papá trataba de comer en casa cuando el trabajo se lo permitía, entonces, nos lanzaba una pregunta sobre cualquier tema a mi hermano o a mí, en otras ocasiones aprovechaba alguna duda que le planteábamos para iniciar la lectura de algún libro que la respondiera, entonces nos decía: "Chucho, ve por los libros rojos, Yoli tú trae los verdes y comparemos las respuestas, por supuesto que mi hermano y yo nos pateábamos debajo de la mesa acusándonos mutuamente de haber preguntado porque a los 7 y 5 años aquello nos parecía aburridísimo.

Mi papá, aderezaba sus charlas y consejos con citas de autores que le habían cambiado la vida, tanto, que en mi adolescencia, más de una vez llegué a acusarlo de no tener palabras propias, él traía lo mismo a los clásicos que los nóveles a nuestra mesa, nos obligaba a convivir con sus autores favoritos y luego, cuando adolescentes, estuvo dispuesto a debatir con los nuestros, a escuchar a través de nosotros otras ideas y posturas. Él no les tenía respeto a los libros, los trataba de tú a tú, desacralizaba sus enseñanzas, no se amedrentaba por los pedestales en que yacían encumbrados sus autores, a menudo los obligaba a debatir entre ellos, a ponerse a prueba, los retaba a convencerlo de su veracidad, los contradecía con mordaces anotaciones al margen de sus páginas o los reverenciaba anteponiendo un par de palomitas a los párrafos brillantes, anotaba preguntas como si esperara una respuesta. Para él, los libros eran algo vivo, perfectible, interlocutores para pensar y repensar la vida y la vida para él, abarcaba mucho más que la profesión. En casa había libros de todos los temas, libros incluso, que de haber podido moverse se habrían deshojado en cruentas batallas ideológicas. 

Siempre lo vi hablar de sus lecturas, incorporarlas a sus debates, a sus apasionadas discusiones, pero nunca utilizarlas como tarjeta de presentación, al estilo de esos intelectuales petulantes que creen que por haber leído a ciertos autores selectos han subido de nivel o son de una categoría distinta. A los genuinos lectores se les nota, lo mismo que a los de aparador. Un lector genuino tiene ideas claras y firmes, mismas que defiende con apasionado entusiasmo pero ha aprendido a escuchar las ideas contrarias, a reconocer un argumento brillante  aunque no esté de acuerdo con el contenido. Tiene la mente abierta y es capaz de cambiar de postura cuando está suficientemente convencido de las razones que la nueva postura le presenta. Un lector genuino está acostumbrado al diálogo y al debate, a comunicarse y a pensar antes de actuar, a evaluar los pros y los contras antes de tomar una decisión. Quizá no hace falta hacer una encuesta de lectura, tal vez habría sólo que ver el actuar cotidiano de los mexicanos para constatar con tristeza que en México no se lee. Tal vez, hace falta que las familias se apasionen por los cuentos nocturnos, que se inviertan más aguinaldos en enciclopedias, que más familias instituyan algunos días de sobremesa con algún libro invitado, quizá que nos sepamos menos nombres de autores ý títulos famosos y vivamos más día a día, la transformación que la lectura opere en nuestras vidas. Que no leamos porque el artista de moda lee sino por embriagarnos de ese momento en el que, sin saber cómo, los ojos dejan de seguir las negras líneas sobre el papel para adentrarse en la historia, cuando ya no podemos controlar la lágrima o la carcajada. Para eso, quizá también deberíamos contarles a nuestros hijos la emoción del clímax del libro que estamos leyendo, para que la lectura no sea solamente un objeto de política pública sino parte de la vida, una necesidad vital que nos transforme no sólo en mejores lectores, ante todo, en mejores seres humanos.

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