La casa

Yolanda Gudiño Cicero

No fue mi culpa. Le enseñé la casa porque me pareció el mejor regalo. ¿Quién iba a pensar que a los 40 iba a recibir la casa de muñecas con la que soñé toda mi infancia? Era una casa perfecta. Mi mamá se esmeró en cada detalle. En cuanto la tuve en mis manos, supe que había entre nosotras una conexión especial, un vínculo indisoluble. No pude sino mirarla largo rato, era como si entre la oscuridad de sus rincones se escondieran voces y sombras. Había algo inquietante en su silencio, una vida que furtiva vivía en mi casa de muñecas. Pasé los primeros dos días absorta, escudriñando cada detalle del piso superior: la cortina de encaje levemente plisada, sobre un palito de madera suspendido a la altura de la cabecera de la cama; las almohadas desacomodadas sobre el colchón, como dispuestas para alguna diminuta cabeza, me parecía incluso ver una leve depresión como si, ocultas a mis ojos, hubiera criaturas descansando sobre aquellos muebles de juguete; la alfombra intacta al pie de la cama; la silla del escritorio un poco separada; los cajones entreabiertos e incluso el lejano quejido de las teclas de la máquina de escribir suspendido del hueco entre las paredes; el baño sin puerta con tina, W.C. y un par de rollos de papel a medio usar, pero sobre todo, el amplio librero junto al escritorio, lleno de volúmenes excitantes cuyos lomos no alcanzaba a leer claramente.

Pasé otros dos días explorando el piso de abajo: una sola estancia en medio de la cual había una alfombra y una mesa con dos sillas. Pegada a la pared, junto a la puerta, estaba la cocina: una estufa con horno, un lavadero y un trastero junto al cual, mi mamá sabiamente colocó un par de minúsculos extintores. En la misma pared había una ventana por la que uno podía asomarse al interior de una bella estampa de alguna playa. Lo mejor, nuevamente eran los libros. Mi mamá convirtió las dos paredes restantes en libreros llenos de los más finos volúmenes de todos los títulos que pudieras imaginar. Hizo imprimir a color los estantes de alguna famosa biblioteca europea que sacó de Internet y cuidadosamente cortó las tiras de libros para adornar con ellos, cada uno de los estantes de mi casa de juguete, de mi pequeña cabaña de escritora. 

La coloqué junto a mi cama, de tal manera que pudiera perderme dentro de ella al abrir los ojos en la mañana, como si se tratara de un viaje a una casa en la playa justo antes de irme a trabajar. Se volvió mi casa de retiro. La visitaba dos veces al día entre semana pero permanecía en ella los fines de semana, mirando por la ventana, embelesada por el vaivén armónico de las olas y el cielo siempre azul de aquella estampa. A veces, me preparaba un café y lo tomaba en mi escritorio mientras aporreaba las teclas de madera de la máquina de escribir. Hubiera deseado llevarme mi lap top, pero mi mamá olvidó colocar enchufes. A duras penas podía encender la estufa dándome algunas mañanas, que no voy a relatar ahora porque no es eso lo que quiero explicar en estas líneas.

Algunas veces, me sorprendía la noche escribiendo o contando uno a uno los innumerables títulos de mi biblioteca. Como es natural, después de un  tiempo, quise compartir con ella, que era mi amiga, la alegría de esta, mi nueva casa. Jamás imaginé que pudiera poseer una casa de descanso y menos aún con un acervo tan grande con libros en más de 10 idiomas. La invité a tomar café y unas galletas que horneé para la ocasión. Platicamos de todo y nada, como siempre lo hacíamos, entonces, hacia el final, le dije que quería enseñarle mi regalo. La conduje a mi habitación gozando la intriga dibujada en su rostro.

-  – Cierra los ojos –le pedí antes de entrar. La tomé de la mano y dócilmente se dejó conducir junto a la cama.
-  – Ábrelos. ¿No es lo más maravilloso que has visto en tu vida?
-  – Sí, ¡es preciosa! –me dijo con la misma mueca de sorpresa y felicidad que yo hice el día en que mi mamá me la obsequió.
-  – ¡Mira el detalle de las cortinas! ¿Ya viste que tiene extintores?
-  – ¡Me encantan los libros! –me dijo después de un rato  -¡Mataría por una biblioteca así!
- –Yo también. –Las dos reímos.

La despedí en la puerta, orgullosa del éxito de mi pequeño tesoro. Recogí los trastes. Apagué las luces. Me puse la pijama. Leí algunas líneas antes de dormir y, como cada noche, perdí la vista dentro de mi casa de descanso. Me enderecé de un salto. Me tallé varias veces los ojos queriendo que aquello fuera sólo un sueño. Volví a mirar detenidamente la pared. Faltaban tres libros en el extremo izquierdo del último entrepaño del librero de la recámara. ¿Cómo? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Por qué? No pude pegar los ojos en toda la noche. Me la pasé dando vueltas tratando de entender lo sucedido. Nadie más que ella había tenido acceso a mi casa. Aunque por más que lo pensaba, no la creía capaz de traicionar mi confianza de aquella manera. Finalmente, alrededor de las 6 de la mañana y con la certeza absoluta que me dio el pensar y repensar su visita del día anterior, me convencí de que tal vez olvidó pedirme los volúmenes apropiadamente, seguramente escudada en nuestra amistad de años, lo que de cualquier forma no me hacía gracia, así que decidí hablarle para decirle que esperaba me devolviera mis libros en cuanto los hubiera terminado de leer.

-  –¿Tus qué? –Me contestó de mal modo al otro lado de la línea
-  –Mis libros. Los que estaban en el librero de la recámara de la casa. Si quieres puedo pasar por ellos hoy mismo
-  –¿Cuáles libros? ¿Estás loca? ¡Son las 6 de la mañana!

Quizá no lo recordaba precisamente porque era muy temprano, así que decidí esperar a que fuera una hora más prudente para llamarla de nuevo. Aunque quizá lo conveniente y educado sería que ella llamara, sobre todo porque eran mis libros y los tomó sin permiso. Así que esperé. Como a las 3 de la tarde sonó el teléfono.
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   –Perdón, ¿me llamaste en la mañana? Es que era muy temprano y no lo recuerdo bien.
-    –Sí –dije, tratando de no sonar enojada –ayer te llevaste unos libros del librero, sólo quiero saber si puedo pasar por ellos hoy o mañana. No me gusta que mis libros estén mucho tiempo fuera de casa.
-  –Estás equivocada, no me los llevé. ¿No los habrás dejado en otra parte? ¿Ya buscaste bien en los libreros? –me dijo con total descaro.
-  –No me gusta sacarlos de la casa. Son demasiado pequeños. –le respondí tajante, aunque siguió diciendo que no los tenía.

Los busqué por todas partes. No, en su lugar no había sino un cartón blanco y no la cuidadosa impresión de mi mamá. Apenas dormí. Al día siguiente, decidí tomar café dentro de la pequeña sala. Me senté viendo el cielo azul y el vaivén de las olas, por ver si aquello me calmaba un poco. Observé los libreros. Ahora faltaban alrededor de 20 libros cuya ausencia había dejado sólo pedazos blancos de cartón aquí y allá, como terribles manchas en ambas paredes. Subí corriendo a la recámara, también arriba faltaban más libros que el día anterior. Dejé la casa de descanso y cogí el teléfono. Ella nuevamente lo negó y no sólo eso, sino que incluso se rió de mí y me llamó paranoica. Traté de calmarme. Di vueltas por el cuarto forzando la respiración. Escuché algunos taconazos y luego el timbre. Bajé todavía temblando de coraje.
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   –¿Qué libros? No entiendo por qué dices que yo los tomé –me dijo en cuanto abrí la puerta.
-   –Nadie más entró a la casa –respondí dejándola pasar
-   –Los encontraremos –dijo dirigiéndose al librero que está en el cuarto de la tele.
-   –No, no esos libros, los otros.
-  –¿Cuáles otros?
-  –Éstos –dije con desesperación conduciéndola a la recámara.

La obligué a mirar dentro de la casita.

- –¿Dónde? Apenas si veo los libros – me dijo, haciendo un esfuerzo por mirar en el librero de la recámara y luego en los del piso de abajo - ¿No están impresos sobre cartón?

No pude soportar su burla, ese pretencioso aire de superioridad, ya sabía yo que el siguiente paso sería tratar de convencerme de que estaba loca. No lo pensé. Tal vez fue la adrenalina. La empujé con fuerza por la ventana hacia las olas y el acantilado. Cerré la ventana y acomodé de nuevo la cortina de encaje. 


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